jueves, 5 de noviembre de 2009

TIEMPOS DE NIÑO! (HOMENAJE A MIS MAESTROS)




¿Cómo olvidar a mis maestros?, particularmente a los de la escuela primaria, ellos dejan una especial huella en nuestra vida, una huella que, a pesar del tiempo sigue indeleble durante toda la vida, y no sé, quizá más allá, y es que son ellos quienes te van formando y haciendo que florezca en tí ciertos sentimientos, ideales, hábitos, en fin, te dejan "marcado" para toda la vida, hoy viene a mi mente particularmente uno de ellos, el profe Roberto, así nada más le voy a recordar, sin apellido, aún cuando sí lo conozco, y viene a mi memoria él particularmente al ver este mundo nuestro, que después de al menos 32 años sigue igual o poquito peor en relación al odio, a la envidia, a todos esos sentimientos que el hombre (y la mujer) desarrollan para con sus semejantes, y digo " después de al menos 32 años" porque es ese tiempo el que a transcurrido desde que el profe Roberto nos enseñara el siguiente poema, un poema que habla de la falta de amor entre los humanos, y de como llamamos "locos" a quienes se preocupan por brindar algo de si a los demás, sin esperar nada a cambio, he aquí el poema, con un agradecimiento al profe Roberto, por habernoslo mostrado en cuarto grado de primaria, y haber, con esto, sembrado algo positivo en nuestras infantiles mentes.




SEMBRANDO



De aquel rincón bañado por los fulgores
del sol que nuestro cielo triunfante llena;
de la florida tierra donde entre flores
se deslizó mi infancia dulce y serena;
envuelto en los recuerdos de mi pasado,
borroso cual lo lejos del horizonte,
guardo el extraño ejemplo, nunca olvidado,
del sembrador más raro que hubo en el monte.


Aún no se si era sabio, loco o prudente
aquel hombre que humilde traje vestía;
sólo sé que al mirarle toda la gente
con profundo respeto se descubría.
Y es que acaso su gesto severo y noble
a todos asombraba por lo arrogante:
¡hasta los leñadores mirando al roble
sienten las majestades de lo gigante!


Una tarde de otoño subí a la sierra
y al sembrador, sembrando, miré risueño;
¡desde que existen hombres sobre la tierra
nunca se ha trabajado con tanto empeño!



Quise saber, curioso, lo que el demente
sembraba en la montaña sola y bravía;
el infeliz oyóme benignamente
y me dijo con honda melancolía:
—Siembro robles y pinos y sicomoros;
quiero llenar de frondas esta ladera,
quiero que otros disfruten de los tesoros
que darán estas plantas cuando yo muera.



—¿Por qué tantos afanes en la jornada
sin buscar recompensa?— dije. Y el loco
murmuró, con las manos sobre la azada:
—«Acaso tú imagines que me equivoco;
acaso, por ser niño, te asombre mucho
el soberano impulso que mi alma enciende;
por los que no trabajan, trabajo y lucho;
si el mundo no lo sabe, ¡Dios me comprende!


»Hoy es el egoísmo torpe maestro
a quien rendimos culto de varios modos:
si rezamos, pedimos sólo el pan nuestro.
¡Nunca al cielo pedimos pan para todos!



En la propia miseria los ojos fijos,
buscamos las riquezas que nos convienen
y todo lo arrostramos por nuestros hijos.
¿Es que los demás padres hijos no tienen?...
Vivimos siendo hermanos sólo en el nombre
y, en las guerras brutales con sed de robo,
hay siempre un fratricida dentro del hombre,
y el hombre para el hombre siempre es un lobo.
»Por eso cuando al mundo, triste, contemplo,
yo me afano y me impongo ruda tarea
y sé que vale mucho mi pobre ejemplo
aunque pobre y humilde parezca y sea.
¡Hay que luchar por todos los que no luchan!
¡Hay que pedir por todos los que no imploran!
¡Hay que hacer que nos oigan los que no escuchan!
¡Hay que llorar por todos los que no lloran!
Hay que ser cual abejas que en la colmena
fabrican para todos dulces panales.
Hay que ser como el agua que va serena
brindando al mundo entero frescos raudales.



Hay que imitar al viento, que siembra flores
lo mismo en la montaña que en la llanura,
y hay que vivir la vida sembrando amores,
con la vista y el alma siempre en la altura».
Dijo el loco, y con noble melancolía
por las breñas del monte siguió trepando,
y al perderse en las sombras, aún repetía:
—«¡Hay que vivir sembrando! ¡Siempre sembrando!...»


Marcos Rafael Blanco Belmonte.

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